viernes, 15 de septiembre de 2017

México 2018 [I]: la izquierda se levanta

México está al borde del colapso humano. Esta verdad inexorable prologa las elecciones federales de 2018. Y no es catastrofismo infundado: los indicadores de seguridad, justicia y derechos humanos dan cuenta de una tragedia humanitaria en curso: 200 mil homicidios en 10 años de guerra; 32 mil desaparecidos (organismos civiles estiman que la cifra asciende a 60 mil); 2 millones de personas desplazadas territorialmente por la violencia; 110 periodistas asesinados desde el año 2000 hasta la fecha; un repunte de 700% en materia de secuestros (ninguna familia en México se salva de este delito lacerante); feminicidios al alza (con especial virulencia en el Estado de México, actualmente base operativa de los poderes federales); pobreza galopante (55.3 millones de pobres, de acuerdo con el Coneval); y una militarización sin freno de la vida pública (las quejas presentadas por violaciones a los derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000 por ciento). Pero nadie en los circuitos de arriba parece estar intranquilo por esta calamidad o siquiera dispuesto a nombrarla. México es un holocausto sin relato ni reconocimiento oficial. Fuera de ese oficialismo resueltamente sordomudo, florecen, desde la izquierda –una de arriba y otra de abajo– dos fuerzas anti(extra)establishment: Movimiento de Regeneración Nacional y Concejo Indígena de Gobierno (propuesta conjunta del Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional). 

La primera fuerza (Morena), apunta al cambio de régimen político por la vía electoral (temporalidad política de corto-mediano alcance). La segunda (CIG-CNI-EZLN), apunta al cambio civilizatorio (transformación radical del orden social) por la vía de la articulación-organización de base (temporalidad política de mediano-largo alcance). 

Morena es un movimiento electoralista, anti-neoliberal y tibiamente nacionalista. El CIG-CNI-EZLN es un movimiento social de amplio espectro, anticapitalista y decididamente autonomista. El propósito acá no es equipararlas. Nadie discute que se trate de izquierdas de signo diferente: una, de arriba-moderada (coyuntural); la otra, de abajo-radical (de largo aliento). A la segunda la acusan de no querer dialogar con la primera, o incluso de “colaborar” (sic) con las “fuerzas de la derecha”. Pero la historia constata que la responsabilidad del desencuentro recae en la otra parte. La izquierda electoral-institucionalista nunca quiso dialogar con la rebelión indígena anticapitalista, e incluso traicionó flagrantemente la posibilidad de un encuentro. En 1996, las principales fuerzas partidarias, incluida esa izquierda institucional (Partido de la Revolución Democrática, antecedente de Morena) establecieron las bases del ordenamiento político-electoral, en beneficio irrestricto de los partidos, y en detrimento de los Acuerdos de San Andrés (apertura y democratización del sistema político en su conjunto), suscritos por el EZLN y el gobierno federal. Acaso por eso los zapatistas han dicho que el dirigente de Morena, Andrés Manuel López Obrador –signatario de ese arreglo partidocrático–, no es diferente del resto de los políticos. 

En esas coordenadas discurre la interferencia que impide el diálogo. La factibilidad de desalojar a la narco-derecha del poder e instalar “sosteniblemente” las agendas de “las izquierdas” en 2018 (esfuerzo absolutamente urgente, legítimo e inaplazable), estriba en la habilitación de un diálogo, aunque fuere sólo transitorio o coyuntural, entre las bases sociales que movilizan esas dos fuerzas. 

Esto de ninguna manera es un intento por dirimir, por orden de las teclas, una discusión entre dos propuestas políticas tan apartadas una de la otra, objetiva y subjetivamente. Pero sí es un esfuerzo por exhortar a un diálogo que involucre a la militancia de base de las izquierdas, que, afortunadamente, ya en algunos foros y espacios está teniendo lugar. La prioridad es que la izquierda se levante, apuntando a una tarea común: pensar-desarrollar colectivamente el anticuerpo. México es un organismo desprotegido, y a merced de las inercias políticas más adversas e infaustas. 

Ni Morena es exactamente igual a los otros partidos (todas las coaliciones partidarias en curso responden a una acción concertada de la derecha por frenar el lopezobradorismo), ni el CIG-CNI-EZLN aspira a escamotear la candidatura de Andrés Manuel López Obrador (la rebelión indígena ha sido radicalmente fiel al programa de resistencia; y es acaso el único actor social con autoridad moral irreprochable). La condición de posibilidad de un encuentro radica en admitir que las descalificaciones recíprocas contribuyen a fortalecer la continuidad en el poder de una derecha obscenamente criminal, y, por consiguiente, la hegemonía del PRI-Estado. 

Por definición, el poder es eso que gobierna, y que ha tenido capacidad de alcanzar hegemonía. En México gobierna el PRI-Estado, cuyos dominios gubernativos abarcan: 1) el sistema político en su conjunto, es decir, la totalidad de los partidos –tricolor, blanquiazul, amarrillo o verde; 2) la tradicional cultura política clientelista, corrupta e influyentista; 3) el ensamblaje estructural con el narcotráfico; 4) la anglofilia o adhesión ideológica a Estados Unidos por oposición a la identificación con Latinoamérica; 5) el neoliberalismo antinacional. 

El imperio del privilegio (criminal) en México descansa sobre esas columnas del PRI-Estado. 

Las izquierdas tienen básicamente dos asignaturas urgentes, una de corto plazo, otra de largo alcance: la primera, desarrollar el anticuerpo (anti-PRI) y derruir las bases del PRI-Estado; la segunda, reconstruir el tejido social y parir un orden social radicalmente “otro”. 

El diálogo de las izquierdas es en función de esas tareas comunes. 

Que en 2018 la izquierda (no unificada pero sí en diálogo) se levante.


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