lunes, 27 de junio de 2016

El suicidio de los partidos políticos y las crisis económicas: el agotamiento de un paradigma político

Decía José Enrique Rodó, escritor e intelectual uruguayo, que los partidos políticos no mueren de causas naturales, sino que se suicidan. En el presente, ese presagio o adagio es más exacto que nunca. La subrepresentación o nula representación de la población, la bancarrota de la noción de representatividad, el travestismo de los colores e idearios partidarios que en el diccionario de eufemismos se conoce como “coaliciones”, la creciente presencia de candidaturas independientes atadas a esos “intereses especiales” dominantes, las malogradas “transiciones democráticas”, las “pesadillas de la alternancia” (ver Rafael de la Garza Talavera), y la incapacidad estructural de esas instituciones moribundas para sortear favorablemente las rutinarias crisis, perfilan un horizonte desfavorable para la prevalencia de los partidos políticos como agentes predominantes en la arena política. 

Hasta ahora la “partidocracia” fue acaso el mecanismo más eficaz de confiscar lo político, administrar elitistamente la politicidad y neutralizar al sujeto “popular”. Pero esa “partidización” de la política estaba sostenida en ciertos estándares de legitimidad, que en transcurso del ciclo neoliberal (cerca de 40 años) los propios partidos se ocuparon de derruir, absortos en las propias dinámicas intestinas de las elecciones y la sostenibilidad de lealtades prototípicamente mafiosas, en una coyuntura de reformulación de las formas y contenidos de la política. 

Operativamente acoplados a los procedimientos de desarticulación de lo público, y en esa obsesión por conseguir o conservar el timón de las instituciones políticas y anular a la sociedad organizada, los partidos terminaron por anular las condiciones básicas, materiales e inmateriales, para la continuidad o reproducción de sus contenidos en el largo alcance. Si bien es cierto que el “paradigma partidario” históricamente significó un laboratorio de programas, metodologías y propuestas de organización política, no pocas de ellas valiosas, con los años acabó por develar las limitaciones estructurales de ese paradigma. Asistimos a la autoinmolación de los partidos. 

Por más que los párrocos de la politología sigan anclando sus análisis e indagaciones en los partidos y las elecciones, la realidad desmonta empecinadamente esos razonamientos, a menudo puramente formales. Werner Bonefeld escribió: “La teoría del Estado debe basarse en una teoría de la crisis… sin ésta, la teoría del Estado quedaría como un esqueleto descarnado de leyes y estructuras generales”. Las teorías o apologías o profecías de los partidos políticos circulan con una liviandad tan consumada que los discursos (formalistas e institucionalistas) que escoltan esas teorías no alcanzan siquiera a dibujar un esqueleto. Los ideólogos de los partidos no basan sus especulaciones ni en una teoría del Estado, ni en una teoría de la crisis, ni en nada concreto o tangible o empíricamente observable. Fieles a la tradición liberal ideológica (y a la metafísica occidental), asumen a priori que el momento constitutivo de los partidos políticos es la democracia. Es decir, la noción de “partido político” acaba en una abstracción sostenida en otra abstracción. 

Básicamente, para admitir el silogismo elemental del misticismo politológico, es preciso admitir apriorísticamente la siguiente secuencia de especulaciones: uno, que la democracia es un estado de cosas (por oposición a un valor); dos, que en el presente el estado de cosas es la democracia (“habitamos un orden democrático”, eso dicen); y tres, que los partidos políticos son la posibilidad y el fruto de la democracia (cuando en realidad representan la abolición o aplazamiento del “momento democrático”). Y ya después de blandir sin reparo ese conjunto de premisas abstractas o llanamente falsarias, y de contrastar “científicamente” ese andamiaje de prenociones con la realidad (una contrastación que nunca está libre de golpes de pecho), el ejército de “especialistas” elevan a rango de formulaciones teóricas sus propias frustraciones, con conceptos como “democracias de baja institucionalización” o “desencanto democrático” o “democracias realmente existentes”, y chapucerías análogas. 

Pero ese conjunto de ficciones con aspiraciones “conceptuosas” (sic) se traicionan en los contenidos. Unívocamente, todos los partidos políticos en el poder transfieren los costos de las crisis a los sectores poblacionales más desprotegidos (incluidas las crisis medioambientales), sin distingo de colores o insignias. Es cierto que algunos reducen temporaria o parcialmente el impacto. Pero eventualmente, y por la propia lógica aspiracional e institucional de los partidos políticos, terminan capitulando y distribuyendo la factura de las crisis entre las franjas mayoritarias de la población. Sólo así se explica que las crisis tengan una incidencia cada vez más recurrente y socialmente vejatoria, y que la distancia temporal entre una y otra no alcance siquiera para salir de las ruinas de la anterior. 

Múltiples analistas coinciden en señalar que se avecina otra crisis económica de proporciones inéditas. Y si habría que identificar algún factor explicatorio de esa furiosa reproducción a escala ampliada de las crisis, es razonable acudir a eso que, a juicio de no pocos, es lo políticamente fundamental de la época: la crisis de desigualdad. La desigualdad en la actualidad alcanzó un estado sin precedentes. Una décima del uno por ciento de la población es superrica. Estimaciones de Oxfam señalan que “en 2015, sólo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad). No hace mucho, en 2010, eran 388 personas”. El reporte agrega que “desde el inicio del presente siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de la riqueza mundial, mientras que el 50% de esa ‘nueva riqueza’ ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico” (http://www.oxfammexico.org/una-economia-al-servicio-del-1/#.V24bzbgrLIU). 

La desigualdad, que es el problema político crucial de nuestra era, es un asunto que ningún partido político consiguió atajar o mitigar, ni siquiera las socialdemocracias que por cierto están en proceso de extinción. En este tenor, los partidos perdieron irreversiblemente la credibilidad como agentes de representación popular. Por añadidura, la totalidad de los partidos políticos están atados de manos, y dependen fuertemente de los caprichos de esas grandes fortunas acumuladas. Riqueza es poder. Riqueza hiperacumulada es poder hiperacumulado. Esto se traduce en las legislaciones que responden unánimemente a ese imperativo de aumentar la centralización de la renta. Históricamente, y salvo escasas excepciones, los partidos se dedicaron a “proteger a las minorías opulentas de las mayorías”. 

En esa inercia contradictoria, que por un lado prescribe representar al soberano (ese significante flotante que unos llaman “pueblo”), y que, por otro, demanda proteger los intereses de las élites y las minorías opulentas, los partidos políticos firmaron su propia carta de defunción. El antagonismo que se aloja en esa inercia es insalvable. Las proporciones de las crisis en curso decretaron el agotamiento de ese paradigma de los partidos políticos. 

Asistimos al suicidio de los partidos. El “movimiento” (popular o de élite) alza la mano entre los escombros de las organizaciones partidarias.

lunes, 20 de junio de 2016

De Atenco a Nochixtlán: la represión es el camino.


En la histérica carrera por desaparecer a un actor político incómodo, el gobierno federal demostró una vez mas que no se detendrá para imponer a sangre y fuego los mandatos de la burguesía internacional (FMI, Banco Mundial y OCDE) y nacional (Mexicanos Primero, ITAM y un largo etcétera). Una vez concluido el ritual electoral, Peña, Osorio y Nuño atizaron la confrontación escalando el conflicto con los maestros opuestos a la reforma laboral de la educación. Y para ello contaron con la ayuda de Gabino Cué, quien hizo el llamado indispensable para que las fuerzas federales invadieran el estado para lidiar con las consecuencias de su pésima actuación al frente del gobierno de Oaxaca.

Al observar los videos de la batalla de Nochixtlán se vienen a la mente las imágenes de la represión en Atenco: enfrentamientos, disparos, invasión de hogares, detenciones y golpizas , todo ello cobijado con la infame campaña mediática que desde hace ya varios meses se ha desatado en contra de la CNTE y todo aquél que se atreva a apoyarlos públicamente. Empero, la campaña mediática no ha logrado convencer a los miles de padres de familia y a la mayoría de la población de la ilegitimidad de la reforma laboral de la educación. Una vez más el desprecio por el diálogo, el racismo y la discriminación, la descalificación sarcástica, el ninguneo... en horario estelar.
 
El fondo del problema no radica -como insisten los pregoneros del gobierno y de los medios- en impulsar la calidad de la educación pública sino acabar con un actor político que junto con los zapatistas en Chiapas, son los únicos que se oponen de manera organizada a las reformas estructurales. Ya en el sexenio de Calderón se desmanteló la compañía de Luz y Fuerza del Centro para desaparecer de la escena política a su sindicato, que también se distinguió por oponerse a las políticas de despojo del gobierno federal. La operación de limpieza fue continuada por Peña y los partidos políticos que, al firmar el Pacto por México, se unieron para desaparecer cualquier oposición política que pusiera en duda los designios de los poderosos.

Las recientes elecciones en Oaxaca fueron ganadas por el PRI y los Murat que regresaron al poder de la mano de Gabino Cué -otro simpatizante del pacto infame- a pesar de que arribó a la gubernatura gracias a la resistencia de la APPO, surgida a partir del conflicto magisterial y la brutal represión de Ulises Ruiz. Ahora es su turno y se ha comportado acorde con los intereses de la clase a la que pertenece, demostrando que las alternancias no van más allá de las buenas intenciones o el cambio de colores y que el voto de castigo tiene sus limitaciones. Al final lo que está en juego es la dominación y la continuación del despojo para obtener buenas calificaciones y jugosas comisiones por parte de los dueños del dinero y no la pregonada calidad de la educación.

Sin embargo, y a pesar de que las elecciones cumplieron su papel manteniendo a la misma clase política en el poder, los maestros y habitantes de Oaxaca siguieron luchando a sabiendas de que la represión aumentaría una vez consumado el sainete electoral. Los maestros disidentes cuentan con el apoyo de la mayoría de la población, lo que demuestra su alto grado de solidaridad pero sobre todo su hartazgo por pésimos gobiernos, impunidad y corrupción generalizadas y violencia rampante. Y este hecho no es privativo de la tierra de Juárez; los maestros en Chiapas, Guerrero y Michoacán también han logrado sumar simpatías entre la población, al grado de que incluso autoridades municipales y las parroquias locales han apoyado y realizado llamados a la negociación y el diálogo.

En este sentido, lo que está en juego en esta coyuntura no es simplemente la continuidad de las reformas. El nivel de respuesta del gobierno federal al desafío de los pobladores de Nochixtlán, como en su momento de los de Atenco, evidencia que lo que está en juego es la viabilidad misma del régimen -la continuación del Pacto por México por otros medios- para mantener la política de alineamiento a los intereses de las corporaciones internacionales. La resistencia magisterial así como la zapatista ponen en duda la capacidad de la clase política para imponer sus objetivos, desnudando así su debilidad y su incapacidad para administrar el conflicto social.

Esta debilidad e incapacidad se traducen entonces en la represión como único camino para que la clase política cumpla con su misión. Conforme el régimen pierde capacidad para legitimarse y gobernar no tiene más remedio que acudir al garrote, fortaleciendo a las fuerzas armadas y a las policías militarizadas que cada vez más apuntan a configurarse como el actor central en el mantenimiento del régimen. Es aquí en donde la simulación de la guerra contra el narcotŕafico -pretexto base para aumentar el gasto militar- queda al descubierto porque la guerra es contra actores políticos disidentes y a la población que los apoye o simplemente no comulgue con los designios del régimen. Desde Atenco hasta Nochixtlán la estrategia es evidente y el camino está trazado: la represión simple y llana. Lo demás es propaganda.

domingo, 19 de junio de 2016

El magisterio: intereses especiales; la delincuencia: el interés nacional

Tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA), algunos analistas arguyeron, no sin bases empíricas y documentales, que convenía rebautizar el acuerdo comercial con base en los resultados previsibles, e informalmente denominarlo “Tratado de Libre Cocaína”, presagiando que solamente la droga conseguiría la trillada “libertad” de “laissez faire, laissez passer”, que significa “dejar hacer, dejar pasar”. Todos los demás renglones de la economía regional quedarían fuertemente subordinados a un comando centralizado con sede en Estados Unidos. Y claro, con el resultado obligado: ganancias abundantes para la matriz en Estados Unidos, y puras pérdidas para México, entre las que destaca la quiebra industrial, la ruina del campo, la agudización de la desigualdad, la persecución de los trabajadores, y la violencia e inseguridad en volúmenes extraordinarios. 

La estimación resultó parcialmente cierta. Y digo “parcialmente” porque hasta la droga es un asunto que controlan a su antojo y capricho los estadunidenses. De hecho, los narcos mexicanos tienen un adagio que no concede margen para la especulación: a saber, “Estados Unidos te hace; Estados Unidos te deshace”. La conversión de México en un narcoestado estaba prevista en las estimaciones “librecambistas” (nótese el entrecomillado): de México a Estados Unidos ingresarían manufacturas estadunidenses producidas con trabajo humano mexicano, en unidades de transporte preñadas de mucha droga. Porosidad no es libre comercio. Al mismo tiempo, el estribillo del “combate al narcotráfico” proveyó un andamiaje de discursos catastrofistas para facilitar la intervención de Estados Unidos con la excusa de la seguridad regional. El recorrido del TLCAN al ASPAN (Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte) es una trayectoria natural en ese orden de cosas, que por cierto es un orden anti-constitucional porque ese intervencionismo lesiona gravemente el principio de la soberanía. La destrucción de la industria energética y aeronáutica, la bancarrota del campo (en los primeros diez años del tratado, cerca de 2 millones 300 mil trabajadores rurales emigraron a las principales ciudades del país o a Estados Unidos), y la apropiación de casi la totalidad de la banca nacional (92% de las instituciones bancarias en México están en manos foráneas), es sintomática de esa injerencia monopolista revestida de librecambismo e “interés nacional” 

Cabe hacer notar que el TLCAN es cualquier cosa menos un tratado de libre comercio. Hasta el propio Adama Smith, que es el padre de la economía liberal, advertía que una auténtica libertad comercial es aquella donde el trabajo tiene libre movilidad. Y acá no sólo se desatiende ese precepto: se atropella violentamente. Inmediatamente después de la firma del tratado, Estados Unidos puso en marcha el programa “Gatekeeper” (operación “portero”) con el propósito de extender el cerco del muro fronterizo, militarizar la frontera y perseguir migrantes mexicanos a sangre y fuego. (Por cierto que a nadie debe escandalizar que un candidato aduzca la urgencia de profundizar esa política; todas las administraciones en Estados Unidos siguen fielmente esa agenda, sólo que no lo dicen). Y mientras los norteamericanos blindaron su país de los “unwanted aliens”, en México los gobiernos protegían los recursos que Estados Unidos aspiraba a confiscar, señaladamente el petróleo. Después de los atentados terroristas del 9-11 del 2001, las fuerzas armadas mexicanas pusieron en marcha la Operación Centinela, con el objeto de proteger las instalaciones petroleras en el Golfo de México, que ya entonces ocupaban parcialmente empresas oriundas de Estados Unidos, y que 15 años más tarde confiscarían irrestrictamente con la venia reformistas del gobierno mexicano. 

La coyuntura actual pone de manifiesto nítidamente estas distorsiones. El liberalismo político urde su discurso alrededor de una antinomia, que si se observa detenidamente no tiene ninguna base empírica, pero que por lo menos contribuye a revelar la deslealtad de los discursos y la realidad. El ideario liberal establece la distinción entre intereses especiales e intereses nacionales (o generales). Los intereses especiales son esos que persiguen ciertos grupos o facciones en detrimento de un interés presuntamente público. Y los intereses nacionales son aquellos que condensan eso que la teoría llama la “voluntad general”. En realidad, se trata de otra de esas falsas antinomias de la modernidad, que por cierto es visiblemente favorable para producir discursos de odio e intolerancia susceptibles de lucro político. Por ejemplo, el relato de desprestigio mediático que desde el gobierno federal se impulsa contra la educación pública, en general, y los maestros, en particular. 

Sólo es cuestión de atender las noticias y la evidencia empírica para descubrir qué es eso que el gobierno entiende por interés especial e interés nacional. 

Cuando los padres de los 43 demandaron al gobierno que abriera la puerta de los cuarteles militares para buscar allí a sus hijos desaparecidos, el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, adujo que no podía permitir que unos padres de familia (interés especial) decidieran sobre un asunto que sólo les corresponde a las autoridades ministeriales de la nación (interés nacional). Dijo: “Ingresar a las instalaciones militares, a ver, ¿por qué?”. Así, con esa clarividencia y profundidad que distingue a nuestras autoridades. Y mientras los padres de los 43 siguen buscando a sus hijos, en Iguala, Guerrero, el tráfico de heroína sigue boyante. 

Tan sólo el fin de semana pasado, en el municipio de Badiraguato, Sinaloa, capital de la droga y sede residencial-operativa de connotados capos del narcotráfico, tuvieron lugar múltiples episodios de violencia, que dejaron un saldo de tres muertos y alrededor de 250 familias desplazadas. Nunca aparecieron los elementos de las fuerzas armadas o la policía. Naturalmente que no hubo ningún detenido. Pero sí, en cambio, cientos de efectivos policiales “escoltaban”, en esos mismos momentos, la caravana de autobuses de maestros que se trasladaban desde diversos estados con dirección a la capital del país, para sumarse a la manifestación programada el viernes 17 de junio. Enrique Peña Nieto y Aurelio Nuño –el sicario en turno de los empresarios– condenaron unánimemente al magisterio, con el eco unívoco de los partidos políticos, y adujeron que la reforma (el interés nacional) no cedería ante los “chantajes intimidatorios” de “intereses particulares o gremiales” (léase intereses especiales). 

El viernes 17 por la mañana, comandos armados tomaron por asalto la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, y cerraron por lo menos cinco cruces vehiculares de la zona conurbada, presuntamente con el propósito de evitar la incursión de las fuerzas estatales. No hubo ningún enfrentamiento. Pero porque por allí no se apareció ningún policía o agente del estado. El alcalde priísta de Reynosa (otro representante del interés nacional), José Elías Leal, que sólo movió un dedo para publicar un Twitter, dirimió el problema con una cibernética recomendación a la población: “hay una contingencia (sic) con situaciones de riesgo en diversos puntos… Recomiendo a los conductores no circular en automóvil por la ciudad”. Acerca de los delincuentes enseñoreados no emitió ninguna opinión. 

En contraste, ese mismo día por la tarde, y de acuerdo con datos de la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad de México, más de 4 mil 500 policías (¡!) de distintas corporaciones fueron dispuestos para custodiar e impedir el paso del contingente de maestros que marchaban hacia el Zócalo de la ciudad, que ya desde hace algún tiempo se convirtió en un espacio privado. 

Y mientras los criminales siguen operando a sus anchas en toda la geografía nacional (como estaba previsto que ocurriera con la firma del TLCAN), el secretario de Educación Nuño Mayer, representante de ese “interés nacional” alojado en los acuerdos comerciales internacionales, anunció que se auditarían las escuelas del país para proceder con el despido de los maestros que se ausentaron por más de tres días durante las protestas contra la reforma educacional. A los dos líderes magisteriales hasta ahora detenidos, se suma una lista de 24 dirigentes sobre cuya cabeza recaen órdenes de aprehensión. 

El rigor de “la ley y el orden” que, por un lado, exhibe el gobierno federal contra la movilización magisterial; y la negligencia, omisión o connivencia que, por el otro, muestra en relación con la delincuencia organizada, es una prueba fehaciente de eso que en las estimaciones del poder constituido se entiende por “interés nacional” e “interés especial”. Para Estados Unidos y el crimen, todo. Para México nada, salvo plomo y represión. 

Al momento de escribir este artículo, fuentes oficiales confirman la muerte de seis personas y 51 heridos en Oaxaca, en los enfrentamientos ocurridos el domingo por la tarde entre la Policía Federal e integrantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.

lunes, 13 de junio de 2016

El voto de castigo y las pesadillas de la alternancia


Al igual que en el 2012, cuando el dinosaurio regresó a Los Pinos, en el Veracruz del 2016 nadie salió a festejar el triunfo de la 'oposición'. Los rostros no denotaban alegría sino preocupación o de plano franco temor ante el 'triunfo' del impresentable Miguel Yunes. Nada de concentraciones en la plaza Lerdo o carnavales improvisados en el malecón porteño celebrando la derrota del odiado gobernador, que no del régimen, pues éste último sigue en pie tan campante. Como en el dominó, el PRI pasa pero domina.

Nadie se pregunta cual fue la razón del triunfo panista pues se supone que está claro: el hartazgo de los veracruzanos a los sistemáticos agravios del gobernador. Pero entonces ¿por qué nadie festeja? ¿Será acaso porque no fue un triunfo sino una sonada derrota de la sociedad veracruzana? Y es que, si bien la venganza se consumó con el voto de castigo, el que ganó es por mucho el peor de todos. Peor incluso que el sujeto objeto de la venganza pues Javier Duarte es, al lado de Yunes el malo, un simple aficionado, un aprendiz de dictador fuera de contexto que intentó emular hasta en el gesto a Francisco Franco con trágicas consecuencias; y no me refiero a derrota política sino a las desapariciones y asesinatos que caracterizaron su gestión y quedarán como su legado en la historia de Veracruz y de México.

La lección es dura pero indispensable. Un votante como el veracruzano, que sólo hasta hoy se atrevió a votar en contra del PRI, aprenderá a partir del 5 de junio que el voto de castigo es bueno para destruir pero no para construir, para cobrar afrentas pero no para generar una nueva coyuntura favorable para salir del agujero en el que está. La desesperación y la venganza no son los mejores consejeros a la hora de votar pues la satisfacción obtenida es flor de un día. Y acto seguido volverá la angustia y el miedo a sentar sus reales, a recordarnos que cambiar el mundo no es tarea de un día, de un acto, de un voto. Pero eso se aprende en la práctica y no en la escuela o en las discusiones en el café.

El voto de castigo así como la alternancia no garantizan nada, ni siquiera la satisfacción de la misión cumplida. Es por eso que nadie esta saltando de gusto por la salida del PRI o por su regreso, según sea el cristal con que se mire la cuestión. De repente el peso de la realidad, aligerado brevemente por la comisión de la venganza, regresa para aplastarnos y, lamentablemente, hacernos creer que no es posible cambiar. Y es aquí donde aparecen las pesadillas de la alternancia resultan evidentes: el cambio de siglas en el gobierno solo servirá para que nada cambie, para que todo siga igual... o peor.

Las pesadillas servirán al poder pues no sólo mantendrán el clima de terror en el imaginario colectivo sino además se fortalecerá la idea de que no hay nada que hacer para cambiar el mundo en el que vivimos. Y conste que no se trata de repetir la idea de que las elecciones no sirven para nada pues baste recordar los triunfos electorales de Hugo Chávez o Evo Morales los cuales, y a pesar de sus limitaciones, han logrado interiorizar en la mente de los que votaron por ellos la idea de que el cambio es posible y que la resignación y la pasividad solo le sirve a los poderosos.

El caso oaxaqueño podría ponerse como ejemplo de las pesadillas de la alternancia y los límites del voto de castigo. El triunfo de Gabino Cué hace ya casi seis años generó optimismo entre buena parte de la población pero el engaño duró poco. La traición a los votantes que le dieron la victoria -sobre todo gracias a la intensa actividad de la comuna de Oaxaca encabezada por la APPO- no se hizo esperar, la grado de que el regreso del dinosaurio es hoy una realidad aunque algunos con razón señalan que el dinosaurio nunca se fue, sólo cambió de color, como los camaleones. Sin duda que el regreso de los Murat merece un análisis aparte pero a primera vista todo parece indicar que las peores pesadillas de la alternancia se hicieron realidad... seis años después.

Así las cosas, si bien el voto de castigo representa las aspiraciones legítimas de los votantes no sirve mucho para construir nuevos caminos, sobre todo si no genera organización y autonomía de la población para mejorar sus condiciones de vida. Y la alternancia parece servir mas para ocultar que el régimen sigue vigente que para modificar las correlaciones de fuerza entre el capital y el trabajo. Sin embargo, de las derrotas se aprende muchas veces mas que de las victorias. Y esta derrota de las aspiraciones de la mayoría de la población -porque el triunfo del PAN en Veracruz no puede ser visto de otra manera- servirá para que la gente comprenda que el dinosaurio no es invencible pero también para saber que las elecciones son sólo un componente más de la participación política que por si sólo difícilmente puede cambiar la realidad. Hay que agregarle la lucha en el resto del espectro político y social, en el día a día, en la escuela, el trabajo, el hogar. Es duro comprenderlo pero a veces ganando se pierde y sobre todo: a veces perdiendo se gana.

viernes, 3 de junio de 2016

La guerra contra el narcotráfico en México es la adaptación nacional de las dictaduras militares sudamericanas

No es la primera vez que alguien lo piensa o lo dice públicamente. Los resultados de la guerra permiten hacer esta conjetura basada en asideros documentales, testimoniales y empíricos. La guerra contra el narcotráfico en México es la adaptación vernácula de las juntas militares en Sudamérica. En enero de este año Estela de Carlotto, presidenta de la organización argentina Abuelas de Plaza de Mayo, sostuvo durante la presentación de un reporte de Amnistía Internacional que “el narcotráfico es la dictadura de México”. Agregó: “México nos duele, es el dolor de América Latina que aún tiene abierta la herida de los años más sangrientos de nuestra historia reciente”. 

La advertencia es doblemente relevante en el presente latinoamericano, especialmente para la Argentina (el país de Carlotto), cuyo actual gobierno decidió “inflar” artificialmente el fenómeno de la inseguridad como el preámbulo de una declaratoria formal de guerra contra el narcotráfico. Este mismo gobierno, dirigido por el derechista Macri, tan sólo unos días atrás decidió derogar la disposición que, en 1984, un año después de la caída de la dictadura militar de Jorge Rafael Videla, colocara a las Fuerzas Armadas bajo el control civil (La Jornada 1-VI-2016). La construcción de un enemigo sin fronteras definidas (inseguridad), y la licencia de “autonomía de gestión” concedida a los militares, es la pareja de políticas que por regla aspiran a configurar e inaugurar un escenario bélico que abre la posibilidad de un ciclo de violencia infernal. Ese infierno que en México tiene proporciones genocidas, y que por cierto la prensa nunca atiende porque está muy “ocupada” con la “crisis” de Venezuela. El macrismo apunta a la reedición de la dictadura, pero ahora en la modalidad de “guerra contra el narcotráfico”. 

En este espacio también hemos argüido reiteradamente que la guerra contra el narcotráfico en México es una modalidad de guerra sucia o contrainsurgente, que reprime la movilización, la protesta, criminaliza poblaciones, derechiza sectores sociales tradicionalmente insumisos, y extermina grandes volúmenes de civiles inocentes. La hipótesis de que el narcotráfico es la dictadura en México se sostiene en indicadores que coincidentemente mostraron un comportamiento análogo durante los regímenes militares en Sudamérica. Por ejemplo: la militarización de las estructuras de seguridad, las desapariciones forzadas, la tortura atribuida a efectivos militares, la aniquilación de activistas-defensores de derechos humanos-periodistas, y la multiplicación de ejecuciones sumarias extrajudiciales. En suma, un conjunto de acciones que por definición constituyen una violencia de Estado. 

Al respecto, José Antonio Vergara dice que esta forma de violencia (estatal) consiste básicamente en un “ejercicio sistemático de diversas acciones violentas por parte de agentes del Estado, tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, la desaparición forzada de personas, los homicidios arbitrarios y otros tratos crueles y degradantes… [ejercicio que] ha constituido una práctica de represión política y control social reconocible en diversos espacios y momentos históricos, actualmente referida mediante el concepto de violencia organizada. Cumpliendo un rol fundamental en la sustentación de estructuras económico-sociales cruzadas por la injusticia y la desigualdad, la violencia organizada como práctica de dominación ha sido frecuente en varios países periféricos del llamado Tercer Mundo. En las décadas de los 70 y 80, las dictaduras militares de Seguridad Nacional existentes en América Latina emplearon amplia y estratégicamente formas brutales de represión y amedrentamiento masivos, en el proceso de imposición y consolidación de sus respectivos proyectos de refundación capitalista. La actuación del Estado como sujeto de esta forma de violencia, a través de sus funcionarios o de personas que cuentan con su consentimiento o aquiescencia, le confiere extrema gravedad desde los puntos de vista jurídico y ético, y la caracteriza como violación de los derechos humanos” (José Antonio Vergara en el marco de un congreso en Salvador de Bahía 24-IV-1995). 

En el año 2007, cuando Calderón arrancó la agenda de la guerra, salieron a la calle 45 mil militares. De acuerdo con un informe del departamento de defensa de Estados Unidos, en 2009 la cifra de militares en combate ascendió a 130 mil. Es imposible ignorar el reporte de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2013) con respecto a esta incursión de las corporaciones militares en la guerra contra el narcotráfico: 

“El involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública ha tenido un efecto directo en el aumento (sic) a violaciones graves de derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde que dio inicio [la pasada administración federal]”. 

Insistimos que esta conjetura de la guerra como modalidad de dictadura al servicio de una guerra contrainsurgente está acompañada de una amplia evidencia empírica. Tan sólo entre 2007 y 2011 se registraron 71 asesinatos de activistas, defensores de derechos humanos y líderes sociales, cerca de 30 asesinatos políticos, y más de 50 ejecuciones que involucran a periodistas e informadores (Nancy Flores en La farsa de la guerra contra las drogas, 2012). En no pocos casos, los responsables de los crímenes son agentes estatales o paramilitares que gozan de la protección del Estado, y los métodos usados van desde la calcinación, decapitación, tortura letal, hasta la violación física y asesinato brutal de mujeres. Se trata de huellas criminológicas que prueban la presencia militar en la comisión de esos delitos de lesa humanidad, y una administración del terror semejante a la efectuada durante el periodo de la guerra sucia en México o las juntas militares sudamericanas. 

Acaso la novedad de la guerra contra el narcotráfico es que esta “tajante descalificación” de la naturaleza política de la disidencia se hace extensiva a la totalidad de la población. Todos los ciudadanos son susceptibles de una acción represiva de Estado, en un orden de excepción que exime a la autoridad hasta de su responsabilidad formal más básica: la verdad jurídica. La muerte en este México de guerra encierra una triple injusticia: la de la criminalización, la de la humillación y la del olvido. La suspensión general de garantías individuales y colectivas es el signo de una guerra sucia subsidiaria de la guerra contra el narcotráfico. El inventario de agresiones contra civiles es una prueba fehaciente de esta hipótesis. 

Por ejemplo, en materia de tortura, la incidencia es alarmante. En octubre de 2015, Amnistía Internacional condenó la epidemia de ese delito en México. Y advirtió que lo más preocupante es la rutinaria participación de la fuerza pública en la violación de un derecho humano básico (i.e. anulación de toda protección jurídica del detenido). Según datos de la Procuraduría General de la República, el número de denuncias por tortura a nivel federal aumentó más del doble entre 2012 y 2014, ya que registró un aumento de mil 165 a 2 mil 403. 

La tendencia al alza de la cifra de secuestros es notable desde el 2004. Según estimaciones del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, este delito creció 689% entre 2004 y 2014 (Solís en Forbes 8-IV-2016). 

En suma, y con base en reportes de organizaciones no gubernamentales y de derechos humanos, e incluso de algunas dependencias estadunidenses, el saldo de terror de la guerra contra el narcotráfico en México asciende a más de 150 mil muertos y más 30 mil desapariciones (algunos organismos civiles señalan que la cifra supera los 60 mil). En relación con esta última modalidad de crimen, se estima que cerca de 78% involucra a agentes estatales, lo que configura desaparición forzada, y por consiguiente crímenes de Estado. 

La guerra contra el narcotráfico es una criatura de la guerra sucia en México mezclada con el diseño estadounidense de guerra contra las drogas. Neutralización de la sociedad, militarización, exterminio e impunidad son sus figuras más conspicuas. La evidencia sugiere que Estela de Carlotto tiene razón: el narcotráfico es la dictadura en México. 

Colofón: Esta información debe traducirse en movilización popular a gran escala. Y un primer acto político en esa dirección es castigar a los partidos que contribuyeron a configurar en México ese narcoestado que es dictadura. Las elecciones en puerta representan una oportunidad (aun cuando su alcance es francamente acotado) de desterrar a esos dos partidos que todos sabemos que están estructuralmente acoplados con el narcotráfico.