viernes, 30 de enero de 2015

Veracruz: sobre el asesinato de periodistas y el delito de desaparición forzada

Veracruz ocupa uno de los primeros sitios en materia de desaparición forzada. Según estimaciones de la Procuraduría de General de Justicia del Estado, de 2006 a 2014 cerca de dos mil personas fueron víctimas de desaparición forzada. La danza de los números a veces abonan al desconocimiento o negación de la crisis. Pero la ausencia de cifras exactas es sintomático de la gravedad del problema. En relación con la libertad de prensa y la situación de los informadores, Veracruz tiene saldos desastrosos. De acuerdo con Reporteros Sin Fronteras, la entidad es uno de los 10 lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. La Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias advierte que el estado de Veracruz concentra el 50 por ciento de los homicidios contra periodistas en México desde 2011. Hasta febrero de 2014, se contabilizaron 10 periodistas asesinados, cuatro desaparecidos, y 132 agresiones contra la prensa estatal. Con el homicidio del foto reportero José Moisés Sánchez Cerezo la cifra de comunicadores ejecutados en ese plazo asciende a once. Cabe hacer notar que el caso de Sánchez Cerezo conjuga las dos modalidades de delito dominantes en la entidad: la agresión letal contra periodistas y la desaparición forzada. 

Si se toma en consideración el recorte temporal que comprende las últimas dos administraciones estatales, el número de periodistas ejecutados se eleva a dieciséis, cinco en la administración de Fidel Herrera Beltrán, y once en la administración de Javier Duarte de Ochoa. Tras el asesinato del periodista Gregorio Jiménez en febrero de 2014, La Jornada nacional registró: “En el actual gobierno, Gregorio Jiménez es el décimo [periodista asesinado] de una lista que incluye a Regina Martínez, corresponsal de Proceso (abril de 2012); Gabriel Huge, reportero de Notiver (mayo de 2012); Guillermo Luna, de la agencia Veracruznews (mayo de 2012); Esteban Rodríguez, del diario AZ(mayo de 2012); Víctor Báez, de Milenio (junio de 2012); Noel López Olguín, reportero (mayo de 2011); Miguel Ángel López Velasco, del diario Notiver, muerto junto con su esposa y su hijo, el fotógrafo de Notiver Misael López Solana (2011); Yolanda Ordaz, reportera del diario Notiver (julio de 2011). Están desaparecidos los periodistas Gabriel Fonseca, de Diario de Acayucan y Liberal del Sur, y Sergio Landa, del Diario de Cardel. En el gobierno de Herrera fueron asesinados Raúl Gibb Guerrero, Roberto Marcos García, Adolfo Sánchez Guzmán y Luis Daniel Méndez; asimismo desapareció Jesús Mejía Lechuga (2003)”. 

La conclusión anticipada es lapidaria: Veracruz es un estado garante de la violación de derechos humanos. 

Hace un año exactamente se publicó un artículo en este mismo espacio acerca de la desaparición forzada en México, y especialmente en Veracruz. A continuación se reproduce parcialmente esa entrega, con motivo de la vigencia que conserva y la obligatoriedad de recuperar el tema como un objeto de análisis urgente. 


La desaparición forzada: una modalidad de violencia de Estado. 

Es un secreto a voces: en México desaparecen personas, civiles e inocentes, todos los días, a cualquier hora, y no pocas veces sin dejar huella. El discurso oficial insiste en ignorarlo. Así lo confirma un informe que hace apenas unas semanas enviara el gobierno federal a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Organización de Naciones Unidas, cuyo contenido, de acuerdo con diversos analistas, minimiza la dimensión del problema, y describe irresponsablemente un horizonte optimista en relación con el procesamiento gubernamental de las denuncias. Cifras oficiales relativas al periodo 2006-2012, señalan que en el transcurso de esos seis años se consignó la desaparición de 26 mil personas. Un dato tal vez conservador si se admite que la contabilización de la desaparición forzada carece de una metodología confiable, debido a la naturaleza misma del problema, y a la negligencia rutinaria de las autoridades públicas. La virulencia y sistematicidad de este flagelo obliga a la siguiente conjetura: la desaparición forzada es un delito tolerado e incluso fomentado por algunos poderes públicos y privados. 

Para situarnos en un terreno más o menos común, cabe recuperar la definición de “desaparición forzada” que suscribe la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas: a saber, “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa de reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley” (http://amnistia.org.mx/publico/informedesaparicion.pdf.pdf).  

Cabe destacar dos aspectos en esta definición: uno, la corresponsabilidad del Estado; y dos, la negativa de reconocimiento. 

En relación con el segundo asunto –el de la negativa a reconocer la privación de libertad–, Veracruz es un catálogo de pruebas auto incriminatorias que apuntan en esta dirección de la desatención. Recuérdese la declaración del subprocurador estatal Antonio Lezama Moo en 2013: “Hay gente que denuncia, pero no dice que la señorita se fue con el novio; o que el esposo se fue con la otra novia; que la esposa se fue con el amiguito que tenía. Aunque, claro, también hay gente que se va por el mal camino” (Proceso 19-VI-2013); u otra más reciente del secretario de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita: “Son delincuentes ajustando a otros delincuentes. Lo que quiero decir es que no tenemos ningún problema grave (¡sic!). La sociedad puede seguir caminando por las calles y asistir a las plazas” (Proceso 18-V-2014). 

Pero a pesar de la insistencia gubernamental en la omisión de este delito, en ciertos estados como Veracruz la incidencia de esta modalidad de crimen rebasa la capacidad institucional de ocultamiento. Noé Zavaleta documenta: “En la última semana de abril pasado, la Procuraduría General de Justicia estatal (PGJE) informó que durante la administración de Javier Duarte de Ochoa ha habido 665 desapariciones forzadas por levantones, secuestros, ajustes de cuentas entre bandas delincuenciales…” (Proceso 18-V-2014). 

Esta cifra coincide con la información que hiciera pública el Colectivo por la Paz Xalapa en marzo de este año. El reporte del colectivo añade que en estas desapariciones consignadas se encuentran 122 menores de edad (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/03/desapariciones-forzadas-feminicidios-e.html). Pero la cifra es más alarmante si se considera el aumento exponencial de este delito en el último año: hasta agosto del año antepasado (2012) sólo se tenía conocimiento de 133 desapariciones forzadas. 

No es un dato menor que este delito, por añadidura a otros como las ejecuciones extrajudiciales, allanamientos fuera de la ley, detenciones arbitrarias, torturas, homicidios, amenazas, violaciones sexuales, registrara un aumento sensible tras el despliegue en las calles de más de 60,000 elementos de las fuerzas armadas, que por decreto extraconstitucional ordenara el gobierno federal a finales del año 2006. Tampoco es una mera coincidencia que la desaparición forzada se instalara a sus anchas en Veracruz en el marco de la implementación del Mando Único Policial (comando centralizado para las tareas de seguridad). Se trata de una concordancia natural entre una estrategia de Estado más o menos conscientemente concertada, y unos resultados socialmente desastrosos más o menos conscientemente previstos. Las organizaciones delincuenciales sin duda son un actor central en esta coyuntura. Pero el problema primario radica en la criminalidad de ciertos poderes (enclaves económicos o políticos) que actúan desde las estructuras del Estado, o bien que se apoyan en éstas. 

El periodista italiano Federico Mastrogiovanni resume esta trama: “sembrar el terror en la población es parte de una estrategia que favorece los intereses de empresas transnacionales. Y la estrategia pasa a través de una paramilitarización del país, el aumento de la represión por parte del Estado y el incremento de actividades de los grupos criminales contra la población civil… La desaparición forzada de personas es una de las tantas formas de control del territorio a través del terror y el silencio que cubre [la geografía nacional]… de una especie de aniquilación” (Proceso 18-V-2014). 

La Comisión Nacional de Derechos Humanos parece arribar a conclusiones análogas: “El involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública ha tenido un efecto directo en el aumento a violaciones graves de derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde que dio inicio [la pasada administración federal]” (http://cmdpdh.org/2013/01/el-resurgimiento-de-la-desaparicion-forzada-en-mexico-2/). 

Si se toman los hechos y resultados como prueba de intencionalidad, la conclusión es obligada e irrevocable: la desaparición forzada es una de las múltiples modalidades de violencia de Estado. El doctor Daniel Márquez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, sostiene categóricamente: “La única respuesta es que alguien se está beneficiando con esto y es alguien dentro de los aparatos de poder; no es alguien que está afuera…. [Los delincuentes] no son más que empleados de alguien, y ese alguien está dentro de las estructuras formales” (Nancy Flores, 2012).

miércoles, 28 de enero de 2015

El mundo del espectáculo y las elecciones en 2015

Los partidos que debutarán en los comicios de este año necesitarán echar mano de viejas artimañas para poder mantener su registro. Una de ellas será el atraer candidatos del mundo del espectáculo para acumular votos, independientemente de que logren ganar la elección. De lo que se trata es de salvar el registro; ya después podrán venderse al mejor postor y mantenerse en el negocio, como el partido de la familia González Torres, que puede incluso llegar a disputarle el tercer lugar en las preferencias electorales a nivel nacional a Morena y al PRD, gracias a su amasiato con el PRI.

Los partidos que lucharán por sobrevivir a las draconianas reglas de permanencia en las elecciones están necesitados de candidatos conocidos por los votantes pues no cuentan con cuadros maduros y bien posicionados entre el electorado. Esa es la razón por la que personajes como Cuauhtémoc Blanco, Guillermo Cienfuegos -mejor conocido como el payaso Lagrimita- los actores Alejandro Camacho, Laura Zapata y Roberto Palazuelos (Quico, del chavo del 8) o la cantante Yuri, por mencionar algunos, están siendo cortejados sin miramientos. No hay que olvidar, sin embargo, que los partidos ‘grandes’ también le entran; baste recordar a Irma Serrano, Carmen Salinas, etc. además de los juniors y de los chapulines que ya tienen una imagen reconocida.

La primera misión de toda campaña electoral es posicionar al candidato entre los votantes pues un aspirante al que nadie conoce difícilmente puede ganar. Pero para posicionar a un candidato hay que invertir tiempo y dinero pues si se tiene enfrente a un candidato que ya está posicionado es prácticamente imposible ganar. La reducción de los tiempos en las campañas magnifica el problema para los candidatos poco conocidos por lo que echar mano de famosos es una solución que no garantiza el triunfo pero reditúa votos y cuesta poco. Ésa es la razón por lo que incluso políticos relativamente conocidos lanzan campañas políticas fuera de los tiempos electorales, utilizando todos los medios a su alcance para promover su imagen entre la ciudadanía y de paso sepultando definitivamente la vieja sentencia de que en política el que se mueve no sale en la foto.

Pero además de ser conocidos, los miembros de la farándula cuentan con una as en la manga, pues insistirán en que ellos no son políticos, que viene de fuera del sistema, lo que les proporciona una pátina de legitimidad ya que los votantes asumen que no han sido corrompidos por las mañas de los políticos tradicionales. Ése fue uno de los argumentos que mejor le funcionó a Vicente Fox en su campaña a la presidencia, a pesar de que venía de ‘gobernar’ a Guanajuato. Es por eso que Cuauhtémoc Blanco se apresuró a declarar cuando hizo pública su intención de contender para la alcaldía de Cuernavaca: “Estoy aquí para dejar en claro que no soy político, quiero hacerlo por ustedes, porque soy una persona como ustedes…” Sobra decir que ya encabeza las preferencias electorales en la ciudad de la eterna primavera, no necesariamente porque sea una persona como usted o como yo sino por su exposición sistemática en las pantallas de televisión por años.

Está claro que asociar la honestidad con la ausencia de carrera política es una falacia, un truco barato que no garantiza nada pero funciona, al menos por un tiempo. El enriquecimiento de Fox y de su familia es una clara muestra de lo anterior. Algunos consideran que es preferible un político experimentado que un neófito, olvidando el hecho de que ambos responderán a sus intereses y los de su grupo, tengan experiencia en labores gubernamentales o no. El problema de la corrupción en el sistema político no es de personas sino de estructura, aunque siempre le es útil a dicho sistema contar con políticos con fama de incorruptibles a pesar de que una golondrina no hace verano.

Al final el votante se enfrenta a un dilema: rechaza el sistema electoral, ya sea activa o pasivamente, o se entusiasma con la presencia de personajes que asocia al entretenimiento  -adjudicándole las virtudes del personaje que alivió artificialmente, sus angustias o temores con lágrimas y risas- y vota con la esperanza de que las cosas mejoren, dándole el espaldarazo a un régimen que agoniza. Por su parte, los partidos elevan las posibilidades de sobrevivir en la competencia electoral, con todos los beneficios que ello reporta a su dirigencia y de paso promoviendo la aberración de que vivimos en una democracia. La política como espectáculo se mantiene y, con la presencia de actores, cantantes y deportistas, adquiere carta de naturalización, confirmando la tendencia de que los procesos electorales se caracterizan por la confrontación de la imagen de los candidatos y no de sus ideas y proyectos. Los resultados serán los mismos y el descrédito e ineficacia de las instituciones del estado liberal seguirán su curso.

lunes, 26 de enero de 2015

La acción histórica de Obama


El establecimiento de vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha sido ensalzado en el mundo como un suceso de importancia histórica. El corresponsal John Lee Anderson, quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, sintetiza una reacción general entre los intelectuales liberales cuando escribe, en The New Yorker, que: 

"Barack Obama ha mostrado que puede actuar como estadista de altura histórica. Y también, en este momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento será emocionalmente catártico e históricamente transformacional. Durante 50 años su relación con su rico y poderoso vecino norteamericano se ha mantenido congelada en la década de 1960. Hasta un grado surrealista, sus destinos también se congelaron. Para los estadunidenses el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una nación amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK estaba en el cargo... Antes de Vietnam, de Allende, de Irak y de todas las miserias, y nos permite sentirnos orgullosos de nosotros mismos por hacer lo correcto". 

El pasado no es tan idílico como lo retrata la persistente imagen de Camelot. JFK no fue "antes de Vietnam" o ni siquiera de Allende o Irak, pero dejemos eso a un lado. En Vietnam, cuando JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen de Diem impuesto por Washington había finalmente provocado una resistencia nacional que no pudo enfrentar. Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un "asalto desde adentro", "agresión interna", según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU, Adlai Stevenson. 

En consecuencia, Kennedy aumentó de inmediato la intervención estadunidense a la escala de una agresión, ordenando a la Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites sudvietnamitas, que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con napalm para destruir cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los campesinos a virtuales campos de concentración para protegerlos de los guerrilleros, a quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban. 

Hacia 1963, los informes desde el terreno parecían indicar que la guerra de Kennedy triunfaba, pero surgió un grave problema. En agosto, la Casa Blanca se enteró de que el gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin al conflicto. 

Si JFK tenía la menor intención de retirarse, eso le habría dado una oportunidad perfecta para hacerlo graciosamente, sin costo político, e incluso afirmando, en el estilo acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la libertad lo que obligó a los norvietnamitas a rendirse. En cambio, Washington respaldó un golpe militar para instalar halcones militares, más apegados a los compromisos reales de JFK; el presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso. Con la victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó a regañadientes una propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara de comenzar el retiro de tropas (NSAM 263), pero con una condición crucial: después de la victoria. Kennedy mantuvo con insistencia esa demanda hasta su asesinato, unas semanas después. Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental. 

La historia en otras partes no fue tan idílica como las leyendas de Camelot. Una de las decisiones de Kennedy que tuvieron mayores consecuencias se dio en 1962, cuando cambió en los hechos la misión de los militares latinoamericanos de la "defensa hemisférica" –remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la "seguridad interna", eufemismo para nombrar la guerra contra el enemigo interno, la población. Los resultados fueron descritos por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadunidense y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966. 

La decisión de Kennedy, escribió, llevó la política estadunidense de la tolerancia "a la rapacidad y crueldad de los militares latinoamericanos" a la "complicidad directa" en sus crímenes, al apoyo de los "métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich Himmler". Quienes no prefieren lo que el especialista en relaciones internacionales Michael Glennon llamó "ignorancia intencional" pueden con facilidad aportar los detalles. 

En Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera reunión de gabinete después de la fallida invasión, la atmósfera era casi salvaje, observó en privado el subsecretario de Estado Chester Bowles: Hubo una reacción casi frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en sus declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba consciente, según admitió en privado, de que los aliados "creen que estamos un poco dementes por el tema de Cuba". No sin razón. 


Las acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña terrorista asesina, diseñada para "llevar los terrores de la Tierra a Cuba", según la frase de su consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte a miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de la Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se desactivó. 


Una forma común de evadir los temas desagradables es limitarse a las conjuras de la CIA para asesinar a Castro, ridiculizar su absurdo. Existieron, sí, pero fueron apenas un pie de página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos Kennedy luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a la que es difícil encontrar parangón en los anales del terrorismo internacional. 

Hoy día existe mucho debate sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo. Sólo puedo traer a la mente las palabras de Tácito de que "el crimen una vez expuesto sólo tiene refugio en la audacia". Excepto que no está expuesto, gracias a la "traición de los intelectuales". 

Al asumir la presidencia luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el terrorismo, que sin embargo continuó durante la década de 1990. Pero no permitió que Cuba viviera en paz. Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar "en ninguna operación de Bahía de Cochinos", quería asesoría sobre "cómo debemos pincharles las bolas más de lo que lo estamos haciendo". En su comentario, el historiador sobre América Latina Lars Schoultz observa que "pinchar las bolas ha sido la política estadunidense desde entonces". 

Algunos, sin duda, han sentido que tales métodos delicados no bastan, por ejemplo Alexander Haig, miembro del gabinete de Richard Nixon, quien pidió a ese presidente: "Usted ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento". 

Su elocuencia captura con vividez la prolongada frustración de los líderes estadunidenses con "esa infernal pequeña república cubana", frase de Theodore Roosevelt al desahogar su furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente la invasión de 1898 para bloquear su liberación ante España y convertirla en una colonia virtual. Sin duda su valerosa incursión en la colina de San Juan había sido una noble causa (por lo regular se pasa por alto que esos batallones africano-estadunidenses fueron en gran medida responsables de conquistar la colina). 

El historiador cubano Louis Pérez escribe que la intervención estadunidense, ensalzada en Estados Unidos como una intervención humanitaria para liberar a Cuba, logró sus objetivos verdaderos: "Una guerra cubana de liberación se transformó en una guerra estadunidense de conquista", la "guerra entre Estados Unidos y España" en la nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria cubana, que fue absorbida rápidamente por la invasión. El desenlace alivió las ansiedades estadunidenses acerca de "lo que era anatema para todos los responsables de las políticas estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba". 

Cómo han cambiado las cosas en dos siglos. 

Ha habido esfuerzos tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 50 años, revisados en detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en su reciente estudio integral, Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos "orgullosos de nosotros" por los pasos que Obama ha dado, pero sí son "lo correcto", aunque el aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo (excepto Israel) y el turismo aún esté prohibido. En su mensaje a la nación en el que anunciaba la nueva política, el presidente dejó en claro que también en otros aspectos el castigo a Cuba por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos para comentarlos. 

Sin embargo, son dignas de atención las palabras del presidente, tales como las siguientes: “Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la democracia y los derechos humanos en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el comercio más básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en cualquier otro lugar. Y aunque esta política ha estado fincada en la mejor de las intenciones, ninguna otra nación nos secunda en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más allá de dar al gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a su pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar la historia entre nosotros”. 

Uno tiene que admirar la asombrosa audacia de esta declaración, que nuevamente hace evocar las palabras de Tácito. Obama sin duda está consciente de la historia verdadera, que no sólo abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso bloqueo económico, sino también la ocupación militar del sureste de Cuba durante más de un siglo, incluyendo su puerto más grande, pese a solicitudes de su gobierno desde la independencia de devolver el territorio robado a punta de pistola, política justificada sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de la isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta benigna. La dedicación a la venganza contra los cubanos impúdicos que resisten el dominio estadunidense ha sido tan extrema que incluso se ha contrapuesto a los deseos de normalización de la comunidad de negocios –empresas farmacéuticas, agronegocios, energéticas–, algo inusitado en la política exterior estadunidense. La cruel y vengativa política de Washington ha aislado prácticamente a Estados Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el ridículo en todo el mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han aislado a Cuba, como Obama expresó, pero la historia muestra con claridad que es Estados Unidos el que está siendo aislado, lo que es probablemente la principal razón de este cambio parcial de curso. 

Sin duda, la opinión interna es otro factor en la "histórica acción" de Obama, aunque el público ha estado durante mucho tiempo en favor de la normalización sin que tenga relevancia. Una encuesta de CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro estadunidenses considera hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en comparación con más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía sobre la grave amenaza a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez moscada en el mundo (Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia. 

En los extensos comentarios a la decisión de Obama, un tema dominante ha sido que los esfuerzos benignos de Washington por llevar la democracia y los derechos humanos a los sufridos cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la CIA, han sido un fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, así que se impone un cambio de orden, aun sin desearlo. 

¿Fueron un fracaso las políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La respuesta es clara en el registro documental. La amenaza cubana era la ya conocida que aparece en toda la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue explicitada con claridad por el gobierno de Kennedy. La preocupación primordial era que Cuba pudiera ser un "virus" que "esparciera el contagio", para tomar prestados los términos de Kissinger sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la era de Allende. Eso se reconoció de inmediato. 

Con la intención de enfocar la atención en América Latina, antes de asumir el cargo Kennedy estableció una misión latinoamericana, encabezada por Arthur Schlesinger, quien informó las conclusiones al presidente entrante. La misión advertía sobre la susceptibilidad de los latinoamericanos a la "idea de Castro de tomar las cosas en sus propias manos", serio peligro, explicó Schlesinger más adelante, cuando “la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen grandemente a las clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora oportunidades de una vida decente”. 

Schlesinger reiteraba los lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, quien se quejaba al presidente Eisenhower de los peligros representados por los "comunistas" dentro del mismo Estados Unidos, que eran capaces "de ganar control de los movimientos de masas", ventaja injusta que "no tenemos capacidad de duplicar". 

La razón es que "los pobres son a los que convocan, y ellos siempre han querido despojar a los ricos". Es difícil convencer a gente atrasada e ignorante de seguir nuestro principio de que los ricos deben despojar a los pobres. 

Otros elaboraron sobre las advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la CIA informó que “la extensa influencia del castrismo no es función del poderío cubano… La sombra de Castro se engrandece porque las condiciones sociales y económicas a lo largo de América Latina invitan a oponerse a la autoridad gobernante y alientan la agitación por el cambio radical”, del cual la Cuba de Castro es un modelo. El Consejo de Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que la mera existencia de su régimen ha dejado en muchos países latinoamericanos… El hecho simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y medio”, desde que la Doctrina Monroe declaró que la intención estadunidense de dominar el hemisferio. Para expresarlo en términos simples, observa el historiador Thomas Paterson, "Cuba, como símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos en América Latina". 

La forma de tratar con un virus que podría extender el contagio es acabar con él e inocular a las víctimas potenciales. Esa razonable política es precisamente la que aplicó Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido muy exitosa. Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido potencial. Y la región fue "inoculada" con perversas dictaduras militares para prevenir el contagio, empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció un régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después del asesinato del presidente estadunidense, régimen al que Washington dio entusiasta bienvenida. Los generales habían llevado a cabo una "rebelión democrática", telegrafió el embajador estadunidense Lincoln Gordon. La revolución fue "una gran victoria para el mundo libre", que evitó una "pérdida total para Occidente de todas las repúblicas sudamericanas", y debía "crear un clima grandemente mejorado para las inversiones privadas". Esta revolución democrática fue "la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX", sostuvo Gordon, "uno de los mayores puntos de quiebre de la historia mundial" en ese periodo, que eliminó lo que Washington veía como un clon de Castro. 

La plaga se extendió luego por el continente, y culminó en la guerra terrorista de Reagan en Centroamérica y finalmente en el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de élite, recién desempacado del entrenamiento en la Escuela de Guerra Especializada JFK en Fort Bragg, siguiendo órdenes del alto mando de asesinarlos junto con cualquier testigo, su ama de llaves y la hija de ella. El 25 aniversario del asesinato acaba de pasar, y fue conmemorado con el silencio que se considera apropiado para nuestros crímenes. 

Mucho de esto se aplica asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada un fracaso y una derrota. Vietnam en sí no era causa de ninguna inquietud, pero, como revela el registro documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo independiente exitoso extendiera el contagio en toda la región y llegara a Indonesia, rica en recursos, y quizá hasta Japón: el superdominó, como lo describió el historiador asiático John Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y se convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos no estaba preparado para perder la fase del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial a principios de la década de 1950, así que se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de Francia para reconquistar su antigua colonia, y luego los horrores que siguieron, los cuales se intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo, y más tarde sus sucesores. 

Vietnam quedó prácticamente destruido: ya no sería modelo para nadie. Y la región fue protegida con la instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de América Latina en los mismos años: no es innatural que la política imperial siga líneas similares en diferentes partes del mundo. El caso más importante fue Indonesia, protegida del contagio por el golpe de Suharto de 1965, un "pavoroso asesinato en masa", como lo describió con exactitud el New York Times, aunque se unió a la euforia general por "un rayo de luz en Asia" (el columnista liberal James Reston). En retrospectiva, el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge Bundy reconoció que "nuestro esfuerzo" en Vietnam fue "excesivo" después de 1965, ya con Indonesia fácilmente inoculada. 

La guerra de Vietnam es descrita como un fracaso, una derrota estadunidense. En realidad fue una victoria parcial. Estados Unidos no logró su máximo objetivo de convertir a Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron superadas, al igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan como derrota, fracaso, decisiones terribles. 

La mentalidad imperial es asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el estilo del nuevo "movimiento histórico en Cuba', y su recepción, a esa distinguida lista. 

miércoles, 21 de enero de 2015

Los empresarios mexicanos y Ayotzinapa

Si resulta evidente la enorme brecha que existe entre los objetivos del cártel partidista-gubernamental y un importante sector de la sociedad civil mexicana, que sigue presionando para encontrar a los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, la postura de los empresarios no se queda atrás. Más allá de las muestras de desprecio sistemáticas hacia los trabajadores por parte de los criollos del siglo XXI –producto de una larga tradición racista incubada en las miasmas del eurocentrismo- el caso Ayotzinapa devela la forma de concebir el mundo por parte de los dueños del dinero en México.

Si bien, en un principio, los empresarios organizados en el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) deploraron las desapariciones de los normalistas en Guerrero, solicitando “la creación de una comisión ciudadana para que apoye el trabajo de los responsables de las investigaciones y el resultado de las mismas” recientemente su postura ha cambiado, demostrando su verdadera percepción del conflicto. El propio Gerardo Gutiérrez Candiani, presidente del CCE, exigió recientemente que sean castigados los manifestantes que ingresaron al 27 Batallón de Infantería de Iguala.

Molesto por la irrupción de profesores y estudiantes normalistas en el Foro Emprendedor Guerrero -organizado por la Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX)- Gutiérrez Candiani declaró que “además de manifestar su intención de sabotear procesos electorales y en una nueva y grave acción, inédita en México, provocaron con violencia e irresponsabilidad a las fuerzas armadas en las propias instalaciones de éstas” Acusó a los manifestantes de tener intereses políticos, ajenos a las demandas de justicia y respeto a los derechos humanos.

Sin ánimo de entrar a la discusión de las supuestas diferencias entre política y justicia, baste decir que los empresarios mexicanos han cerrado filas alrededor precisamente de semejante sofisma para darle la vuelta a la hoja. Así lo dijo Enrique Solana, presidente de la Confederación Nacional de Cámaras Nacionales de Comercio (CONCANACO), quién consideró injusto que por 43 personas se dañe a los tres y medio millones de habitantes del estado de Guerrero y, sobre todo, a los 150 mil empresarios que impulsan, según él, el crecimiento económico en el estado. ¡Ésa si es una injusticia!

Para tener una idea de las razones que arguyen los empresarios para darle carpetazo a las investigaciones, que mejor que las declaraciones de unos de sus adalides, el obispo Onésimo Cepeda, quien en su acostumbrado tono parroquial expresó su desconcierto por las protestas cuando dice: “Si ya desaparecieron, ya desaparecieron”, por lo que recomienda rezar por los muertos y dejar que las autoridades hagan su trabajo, o sea, echarle tierra al asunto para seguir moviendo a México.

Las protestas en Guerrero no sólo han puesto en la mira a las autoridades civiles y militares sino también al mundo empresarial, desatando la ira de los benefactores de la sociedad que se sacrifican todos los días para generar empleos chatarra y envenenar a la población con sus productos y servicios. Un empresa líder en ‘beneficiar’ a la población es Bimbo (empresa productora de golosinas enharinadas que han detonado la obesidad infantil a un ritmo sin precedentes en el país) que por medio de uno de sus fundadores, Roberto Servitje, repitió la cantinela empresarial para demeritar las manifestaciones sociales por la desaparición forzada de los normalistas:“Hay inconformidad de algunos grupos que no han podido ubicarse y aprovechan cualquier cosa, como esto de Ayotzinapa, que es muy triste porque se le ha dado una dimensión que no tiene, y se están aprovechando con respeto a todos ustedes los medios también exacerban la situación”

Las perlas declarativas mencionadas arriba confirman que los empresarios están en sintonía con respecto al caso Ayotzinapa, exigiendo de paso a sus socios minoritarios que acaben con las protestas y reestablezcan el estado de derecho. La COPARMEX manifestó recientemente en un comunicado de prensa que “La responsabilidad es compartida entre los tres órdenes de Gobierno, y los presidentes municipales y gobernadores deben también dar una respuesta clara y contundente de cara a la sociedad que exige ¡ya basta de violencia!” Nótese lo de ‘respuesta claro y contundente” para medir el nivel de frustración de los empresarios y su vena autoritaria. Porque en el fondo, lo que está en entredicho para los ‘motores’ del crecimiento es el principio de autoridad, fundamento del orden social que amplifica las posibilidades de apropiarse de la riqueza producida socialmente.

Más allá de las diferencias en el manejo del conflicto entre empresarios y gobierno -los primeros consideran inadmisible que se administra la crisis permitiendo que, por ejemplo, se obligue a los militares abrir los cuarteles- no se puede pasar por alto que la violencia social es producto en primerísimo lugar de la explotación sistemática de los trabajadores en beneficio de unos cuantos. Es ésa violencia, inspirada en el afán de lucro, la que ha generado no sólo el caso Ayotzinapa, sino también Acteal, Aguas Blancas, las desaparecidas en ciudad Juárez, los daños colaterales de la guerra contra el narcotráfico y un largo etcétera, desmantelando sin rubor a un país para mantener la lógica capitalista. Y mientras tanto, la búsqueda de los 43 estudiantes normalistas continúa firme, imparable.

viernes, 16 de enero de 2015

Yo soy Charlie o el luto fascista

Es humanamente repulsivo el atentado contra el semanario Charlie Hebdo en Francia. Pero no es menos indecente el relato que urdieron los mass media para “explicar” el ataque en París. Otra vez la trillada fórmula del “choque de civilizaciones”, de las “invasiones bárbaras” que descienden de agrestes enclaves con el objeto de mancillar, por una mera cuestión de deporte, el conjunto de valores intachablemente nobles que profesa el Occidente culto o avanzado. La misma narrativa vulgar de un traumatismo externo que transgrede por vocación gratuita la trama de relaciones equilibradas, desconflictuadas o armoniosas que presuntamente encarna el mundo cristiano occidental. Y todo el andamiaje discursivo sigue más o menos este tenor. Ellos, los “otros” bárbaros, musulmanes o islámicos o yihadistas o terroristas, son el enemigo, y por consiguiente la fuente vital de las disrupciones. En el “Yo soy Charlie” desfilan personas de distintas procedencias, preferencias y raleas. Se dan la mano el bueno y el malo. Pero esa pretendida universalidad es un espejismo: en este clamor no caben las víctimas de la islamofobia occidental. Esos, aún cuando sean víctimas, pertenecen a esa naciente estirpe étnica cuya población crece vertiginosamente en nuestro siglo: terroristas. 

El significado original de “terrorismo” aludía al uso extremo de la violencia de Estado. Pero la asociación de “terror” con “Estado” era poco rentable para las configuraciones de poder, que justamente se agruparían alrededor del aparato estatal en los siglos XIX y XX. Era preciso asignar esa afición de imponer terror a los grupos que se oponían a esos poderes. Con gran éxito, el artilugio propagandístico consiguió que el calificativo de “terrorista” circulara indisolublemente asociado a cualquier acto o moción cuyos contenidos denotaran crisis o desequilibrio. Es la clásica fórmula de externalización de los daños, arguyendo que toda irregularidad o inconsistencia o convulsión es cortesía de una entidad exterior al orden de cosas. Terrorismo encierra una connotación conscientemente xenofóbica, y se le atribuye casi universalmente a grupos que discrepan, a menudo violentamente, con el “progresismo” burgués. En realidad se trata de un concepto estéril o caduco, pues no define nada preciso, es oportunamente vago, propicio para utilizarlo donde mejor convengan los poderes establecidos. Y acá no se pretende minimizar lo ocurrido en Francia. Todo lo contrario. Más bien es un acontecimiento demasiado alarmante como para reducir la explicación a una terminología ideológica que distorsiona u oculta categóricamente el fondo del asunto. Pero aún admitiendo que se trata de un atentado terrorista o una agresión efectuada por terroristas, por el evidente uso de terror como instrumento para perseguir un fin, lo cierto es que las causas permanecen inexploradas, que hasta ahora nadie se detuvo a interpretar o conocer los fines, y que la masiva circulación del término “terrorismo” tenía como propósito justamente el ocultamiento terminante de las causalidades profundas. Esta obsesión por evitar el análisis de las causas subterráneas y ceñirse a un relato lastimero, falsario e inútil, es un signo cuando menos preocupante: se incuba el germen de la tentación fascista. 

Las narrativas que siguieron al 9-11 estadunidense, y que ahora se replican en Francia tras el brutal ataque a Charlie Hebdo, tienen altos contenidos ideológicos con rastros fascistas. El fascismo no es un asunto del pasado. Recorre subrepticiamente el presente occidental. Y se perfila peligrosamente como un horizonte dominante en el futuro cercano. 

En la Alemania de la primera posguerra, los emergentes poderes germánicos atribuyeron la causa de todos los males al “leviatán” judío. La derrota en la Primera Guerra Mundial dejó en el pueblo alemán una herida profunda, y las expectativas en la carrera por la supremacía de la época no eran nada alentadoras. El efecto democratizador del pujante movimiento obrero era incompatible con el proyecto burgués de superioridad geopolítica. Desmoralización, confusión e inestabilidad eran las cifras dominantes de esa Alemania. Triunfó la solución fácil (o falsa) al problema: la satanización de un grupo étnico y la persecución de sus adherentes, y la totalización de un proyecto político alrededor de un chivo expiatorio. El resto de la historia la conocen todos. 

En cuotas acaso diluidas o más eficazmente invisibilizadas, Estados Unidos en contubernio con las potencias europeas ponen en circulación el catecismo fascistoide, un remedo de evangelización con fuertes componentes revanchistas, que involucra la estigmatización de las culturas o etnias o religiones cuyas geografías son atractivas para el pillaje. Hasta el hastío reproducen la mitología de un “choque de civilizaciones”, que no es una descripción de la realidad, sino una prescripción acerca de cómo deben abordar los gobiernos el conflicto humano, un formulario que aspira a legitimar la guerra, la militarización, las intervenciones, la agresión unilateral de los pueblos que no figuran en el pináculo de la cristiandad occidental. 

Occidente prefiere callar sus crímenes, omitir su responsabilidad en la proliferación de eso que denomina “terrorismo”, que no es más que una respuesta absurda, siniestra e irracional a esa otra violencia absurda, siniestra e irracional que ejercen las potencias occidentales en Oriente Medio, Indochina y vastas regiones del planeta. 

“Murieron para que nosotros podamos vivir libres” declaró Francois Hollande, el presidente francés, en la ceremonia fúnebre en honor a los policías muertos en los ataques al periódico Charlie Hebdo. Este es el tipo de subterfugios retóricos, lugares comunes, frases efectistas e incoloras que envuelven a la coyuntura luctuosa en cuestión. La mayoría de los franceses aceptan la versión de una supuesta agresión a la “tolerancia”, los “valores occidentales” o la cacareada “libertad de expresión”; o la de una escalada de la “guerra santa” en nombre de Alá; o la de una acción estratégica de Al Qaeda para posicionar al islamismo. Pocos reflexionan acerca de un hecho a nuestro juicio insoslayable: que los operativos de esos grupos terroristas, en este caso de Al Qaeda, no benefician en nada al Islam, al contrario, lo perjudican notablemente. Tampoco se preguntan acerca de cómo las políticas de control y militarización comprendidas en la doctrina de la Seguridad Nacional, tan socorridas en Estados Unidos y Europa, contribuyen a la propagación del “terrorismo” y la violencia. Mucho menos se le ha ocurrido a alguien condenar públicamente a la CIA, por su responsabilidad confesa en la creación y el financiamiento de Al Qaeda. Es más reconfortante y redituable la condenación moral, la evasiva retórica que ubica la fuente del problema en “una ideología maléfica y extrema cuyas raíces se encuentran en una pervertida y venenosa manipulación del Islam” (Tony Blair, ex primer ministro del Reino Unido). 

El orden del discurso está dispuesto para alimentar la guerra. La guerra por el dinero y el poder y contra las poblaciones, que en nuestra época recibe el nombre de “guerra contra el terrorismo” (o en otras latitudes “guerra contra el narcotráfico”). A través de esta guerra ciertos Estados imponen la agenda de los poderosos. El atentado en París abona al clima de guerra, favorece el intervencionismo y la militarización, alimenta la ilusión de la “exterioridad” del mal. Los relatos explicatorios anuncian un escalamiento de la guerra total, y un coqueteo con la solución fascista. 

La “guerra contra el terrorismo” es como el perro que persigue en círculos su cola. Al igual que en la Alemania fascista, la actual comunidad de potencias occidentales inventa una guerra contra un conjunto de etnicidades cuya responsabilidad en la trama de la crisis es francamente marginal. Más aún: el yihadismo, el Estado Islámico, Al Qaeda, son criaturas de Occidente. El terrorismo es un reflejo de Occidente. El Islam es el espejo. 

A propósito de las guerras y el terrorismo, en una entrevista en 2013 Eduardo Galeano manifestó: “Las guerras son fábricas de terroristas, es decir, lo que se hace alzando muros o desatando guerras es multiplicar el terrorismo contra el cual se dice que se está combatiendo. Esta paradoja sólo puede explicarse si se tiene en cuenta que el mundo padece una maquinaria de guerra, este es un mundo loco donde se gastan 2500 o 2600 millones de dólares en la industria militar, o sea, en el desarrollo del arte de exterminar al prójimo, y entonces hay que justificar esa maquinaria de guerra, y si los terroristas no están hay que fabricarlos. Yo creo que éstas son fuentes de locura, de desesperación, que están convirtiendo al mundo en un matadero, en un manicomio…” 

Cabe hacer notar que Ayotiznapa y Charlie Hebdo están enraizados en una problemática común, que no es ni la disidencia política ni el extremismo islámico, sino la gestión militarizada de todos los asuntos humanos que prescribe o decreta Occidente, y la agresión de las potencias globales a los territorios susceptibles de lucro geopolítico o utilidad económica 

En el luto de Francois Hollande, Angela Merkel, Benjamin Netanyahu y consortes, se esconde el cálculo de la ganancia política, la satanización del islamismo, la apología de la arrogancia occidental, el rastro de un fascismo en germen.

México no es un "estado fallido"


Lo que en este espacio hemos venido diciendo desde hace años. 

México no es un "Estado fallido" 
Gilberto López y Rivas 
La Jornada 

 He venido insistiendo sobre el error político y conceptual del término Estado fallido para caracterizar el caso mexicano, así como el de declarar la desaparición de las naciones-Estado. Esteban Cabal, por ejemplo, publicó un artículo hace unos años cuya tesis central se infiere de su título: El fin de la soberanía nacional y las naciones-Estado (Rebelión, 21/11/11). Cabal sostiene que la globalización económica está ocasionando el nacimiento de un nuevo modelo político destinado a sustituir al viejo de naciones-Estado, iniciado con la independencia de Estados Unidos en 1783 y la Revolución Francesa en 1789. Despojados los estados cada vez en mayor medida del atributo de la soberanía, el planteamiento es que se configura un sistema de gobernanza mundial, un nuevo orden mundial, regido por corporaciones privadas o instituciones trasnacionales o internacionales.


miércoles, 14 de enero de 2015

Las agendas divergentes en México

Cuando en este espacio se ha hecho referencia a la problemática nacional, un elemento que aparece regularmente es la incompatibilidad que existe entre la agenda de las instituciones del estado mexicano y la de buena parte de la sociedad civil. Conforme pasa el tiempo, la discrepancia aumenta y no parece existir algún remedio para detener la tendencia. Las consecuencias más evidentes son la pérdida de legitimidad del sistema político y el fortalecimiento de la idea entre la población de que para resolver sus problemas es necesario echar mano de la acción directa. 

En la coyuntura actual, el proceso electoral en marcha y las movilizaciones derivadas de la desaparición forzada de los estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos” resultan una prueba fehaciente de lo afirmado arriba. Cuando se escuchan los mensajes de los actores institucionales y los padres de familia en busca de sus hijos desaparecidos en Iguala, no queda más remedio que preguntarse si éstos se dan en el mismo país, en el mismo planeta. Las frases, los matices, las agendas parecen ir por caminos separados, paralelos, imaginando un futuro diferente, irreconciliable. 

Las recientes manifestaciones en los cuarteles del estado de Guerrero y Oaxaca -exigiendo que sean abiertos para que los padres de familia de los desaparecidos en Iguala- son inéditas en México y demuestran la enorme desconfianza en una institución central en la estructura del estado liberal: las fuerzas armadas. No debe de sorprender que ante la ineficiencia de la PGR y la secretaría de Gobernación, la búsqueda de los 43 llegue al extremo de desafiar al ejército, poniendo en jaque su precaria legitimidad ante una sociedad agraviada, víctima de la violencia sistemática, muchas veces amparada por la estructura estatal en los tres niveles de gobierno. La magnitud del desafío ha obligado a Peña Nieto a ceder ante la presión para permitir el acceso de los padres de los normalistas a los cuarteles y verificar si existe evidencia de que sus hijos hayan estado en ellos. 

Después de respuestas a medias y pifias (negar que existen crematorios administrados por el ejército y luego aceptar que si existen) el ejército tendrá que someterse al escrutinio público, obligado por las circunstancias y como producto de la incapacidad real o simulada por parte de las autoridades civiles para resolver el caso Ayotzinapa. Lo más seguro es que los altos mandos castrenses no estén precisamente contentos con la decisión, lo que aumentará las tensiones al interior del estado, y en particular, entre los mando civiles y militares. No está demás recordar que la historia está llena de ejemplos de lo que pueda suceder cuando se agudizan los conflictos entre los funcionarios civiles y militares. Baste recordar el golpe de estado de 1973 en Chile o la traición de Huerta al gobierno de Madero en los albores de la revolución mexicana. 

Mientras tanto, la oligarquía partidista parece recordarnos la frase atribuida a Carlos Salinas: ni los veo ni los oigo. Empeñados en mantener privilegios y corruptelas al por mayor, están más concentrados en el reparto del botín político y presupuestal. Y no es para menos, diría el cínico: en este año los partidos se repartirán 5 mil 365 millones de pesos. El PRI (25.7%) y el PAN (21.6%) se llevarán casi la mitad de la bolsa, dejando el resto para repartirse entre los ocho partidos restantes. Al PRD le tocará el 16.5%; al PVEM 8.3%; al PT 7.2%; al Panal y a Movimiento Ciudadano 6.9% respectivamente; y a los debutantes Partido Humanista, Morena y Encuentro Social 2.3% a cada uno. Con ésos recursos bombardearán a los habitantes de México, sólo en el periodo de precampañas, con 7 millones 200 mil spots que hablarán de todo menos de lo que a las mayorías le interesa. Por si fuera poco el INE, el Tribunal Electoral y la FEPADE sumarán 4 millones 320 mil spots más. Vaya cuarentena que viene, y faltan los millones de mensajes que se lanzarán en las campañas. 

Más allá del enorme costo de semejante plaga -en el marco de una crisis económica que arreciará en el presente año- los mensajes ahondarán y harán más evidente la creciente brecha entre las instituciones y el ciudadano común. Obligado a escuchar una y otra vez los mensajes que le recuerdan al potencial votante que sus demandas no son escuchadas y que además será acosado para vender su voto, o al menos, darlo a cambio de una débil esperanza, o sea, de nada, el estado mexicano y su sistema político harán más evidente el divorcio entre estado y sociedad. Y al mismo tiempo, los padres de familia siguen encontrando fosas en el estado de Guerrero (llevan 70 con al menos 89 cuerpos encontrados). Tal vez por ello la propuesta de que votar no tiene sentido, o más aún, que votar beneficia exclusivamente al partido en el poder ganará terreno lo cual, dadas las circunstancias, podría contribuir para detener la divergencia creciente entre la agenda del estado y la de la sociedad en México.

lunes, 12 de enero de 2015

Ayotzinapa en Estados Unidos

El pasado martes 6 de enero tuve oportunidad de asistir a la protesta que tuvo lugar en la ciudad de San Francisco, California, en respuesta a la convocatoria del movimiento #UStired2 en Estados Unidos, que es el homólogo mexicoamericano del #YaMeCansé nacional, en el marco de la visita oficial de Enrique Peña Nieto a Washington. No es la primera ni la última vez que se acudirá a una jornada de protesta en Estados Unidos. Por el contrario, la asistencia al evento despertó una inquietud que refiere justamente a la posibilidad de una vinculación con la movilización de los paisanos en la Unión Americana. Más que una crónica de los hechos, interésanos compartir un par de reflexiones que gravitan alrededor de esta experiencia. 


#UStired2 en la agenda de México 

La comunidad mexicana en Estados Unidos sigue con detenimiento el acontecer político en México, especialmente ahora en el contexto de la crispación social que motivó las multitudinarias movilizaciones por el caso de los normalistas desaparecidos en Guerrero. Llama la atención la capacidad de movilización de los paisanos en Estados Unidos, cuya organización descansa visiblemente en experiencias pretéritas, el #Yosoy132 señaladamente. La maduración de este proceso de politización vinculatorio hace pensar en la posibilidad de un ensamblaje más sólido con la protesta en México. El país se encuentra en una etapa de articulación de redes de organizaciones civiles, de un encuentro con esfuerzos e iniciativas autónomas con demandas en común. Es hora de que México siga con más atención los procesos, actividades o agendas al norte de la frontera. No se ignora que existen algunas tentativas que apuntan en esta dirección. La reflexión sólo trata de poner de relieve la factibilidad de un programa que unja de centralidad a la protesta en Estados Unidos. 

Que la movilización de los mexicanos arrecie en suelo norteamericano es un asunto que preocupa notablemente a Washington. La proximidad con los diseñadores e impulsores de la política de guerra en México es un as político que el #UStired2 debe hacer valer. 


Ayotzinapa está en todo el mundo 

“Ayotzinapa está en todos los rincones del planeta”, profirió en un discurso el Subcomandante Insurgente Moisés en el marco del 21 aniversario del levantamiento de las comunidades indígenas en Chiapas. El atentado terrorista contra el semanario Charlie Hebdo en Francia, los numerosos homicidios de afrodescendientes a manos de agentes policiales en Estados Unidos, los asesinatos sumarios de palestinos en la franja de Gaza efectuados por las fuerzas armadas israelís, las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán, Siria e Irak, sólo por mencionar los casos que más atención acaparan en la prensa, aportan pruebas contundentes acerca de esta ominosa universalización de la agresión contra las poblaciones civiles. “Porque resulta que la pesadilla de Ayotzinapa no es local, ni estatal, ni nacional. Es mundial”, agrega el Subcomandante Moisés. Quizá por eso en Estados Unidos la comunidad hispana, y particularmente los mexicanos, se sumaron con inédito empuje al ciclo de protestas en curso. La consigna de los connacionales en Estados Unidos también es Ayotzinapa. Pero la preocupación no se reduce sólo a Ayotzinapa: la denuncia del “Plan México” o las estrategias de seguridad que promueve Estados Unidos en territorio nacional pone al descubierto el carácter universalista de la movilización mexicoamericana. El asunto que acá irrita es la guerra, el intervencionismo que encierran las políticas de asistencia estadounidenses, la violencia e inseguridad que provoca la transgresión de soberanía de un país. La protesta de los paisanos en Estados Unidos abona a la radicalidad de la lucha en México: señala la fuente del problema, o cuando menos ofrece pistas para rastrear la fuente del problema. Nos recuerdan que no basta con denunciar los abusos, la corrupción e involución de las instituciones, o la presencia de un narcoestado en México. Es en la geopolítica, reclaman ellos, donde se esconden los resortes de la crisis humanitaria que estrangula al país. 

Enarbolar la consigna “Fin al Plan México del Gobierno Estadounidense” es una aportación crucial de la red de movimientos congregados en el #UStired2. En la identificación de las causas profundas de la crisis se incuba la posibilidad de refrendar la posición protagónica de México en la agenda de la resistencia global. 

Glosa marginal: siguiendo el tenor de las consignas del #UStired2, propongo hacer eslogan la siguiente conjetura teórica: la solución militar a los problemas sociales es terrorismo de Estado.



martes, 6 de enero de 2015

La visita de Peña a los EE. UU y las guerras que vienen.

Aplastado el “Mexican moment” por la fuerza de los hechos, la visita de Peña a los EE. UU se realiza en un contexto desfavorable para los dos jefes de estado. Obama tiene enfrente un congreso mayoritariamente republicano, un conflicto internacional con Rusia que coloca al mundo al borde una guerra nuclear y además tiene que lidiar con las protestas callejeras producto de brutalidad policiaca. Peña no logra sacudirse la incapacidad para dar una respuesta satisfactoria a la sociedad mexicana por los casos de Tlatlaya, Iguala y la casita blanca, por mencionar los más visibles.

En semejante coyuntura no parece haber mucho de qué hablar entre ambos mandatarios a no ser para afinar la agenda de la ‘integración’ entre los dos países, tanto en materia de energía como de seguridad. A los que piensan que Obama mostrará interés por la crisis humanitaria en la que vivimos al sur del Rio Bravo, habría que recordarles que el principal violador de derechos humanos en el mundo es precisamente el tío Sam por lo que difícilmente formará parte de los temas que explorarán en sus conversaciones. Sobra decir que por parte de Peña no existe el menor interés en ir a dar explicaciones sobre su comportamiento acerca de los derechos humanos. En todo caso conversarán sobre la manera de minimizar las protestas y manifestaciones para exigir la aparición de los estudiantes normalistas de Guerrero para generar un clima de negocios favorable en México no para detener la crisis humanitaria.

La verdadera agenda tiene que ver con la idea de maximizar las ganancias de los EE.UU en México. Y éstas giran primordialmente en la puesta en práctica, lo más pronto posible, de las reformas impuestas el año pasado por el congreso mexicano y asegurar la protección de las inversiones profundizando la presencia militar del ejército estadounidense en suelo mexicano, ya sea de manera velada o manifiesta. Me pregunto cómo recibirían los habitantes del estado de Tamaulipas la entrada de los marines a territorio nacional con el pretexto de colaborar en labores de seguridad.

Estos temas están estrechamente relacionados ya que los dos abonan al enriquecimiento de las empresas estadounidenses y, al mismo tiempo, forman parte fundamental de la agenda de seguridad nacional de los EE. UU. Frente al deterioro de su hegemonía en el mundo, nuestros  vecinos del norte empiezan a mostrar un mayor interés en intensificar los lazos con Canadá y con México, sobre todo porque en Sudamérica las cosas no parecen inclinarse a favor de los intereses yanquis, no se diga en el resto del mundo. Este hecho puede servir para comprender la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba que, con el mantenimiento del embargo económico en contra de la isla, más parece una maniobra para mejorar la percepción que tienen los latinoamericanos de la política exterior de Washington que un esfuerzo real por acabar con la guerra fría en el continente americano.

Así las cosas, se puede suponer que las conversaciones entre Peña y Obama no tendrían otro objetivo que fortalecer el sometimiento económico y político de México para amortiguar en la medida de lo posible las consecuencias de la salida de los EE.UU. del centro del sistema mundo contemporáneo. Las consecuencias de ésta tendencia, inaugurada en 1994 con el inicio del TLCAN, no pasan solamente por el mayor empobrecimiento de la población mexicana y el aumento de la violencia social que vivimos. La historia nos muestra que cuando un país pierde paulatinamente la hegemonía en el mundo no se cruza de brazos sino atiza la hoguera de la guerra para vender cara su derrota, procurando extender su dominio en el tiempo a cualquier costo… y arrastrando a sus aliados a los conflictos militares. Las dos guerras mundiales en el siglo XX son un ejemplo de cómo la salida de Inglaterra del centro del sistema para dar lugar a la hegemonía de Mickey mouse hundieron el mundo en una carnicería que está a punto de ser reeditada en el presente. Sólo que ahora, es más probable que el escenario bélico se traslade de Europa a América.

Las tensiones internacionales que presenciamos tienen que ver precisamente con este cambio en la correlación de fuerzas de los países integrantes del sistema mundo, por lo que profundizar en la dependencia económica y política de México en semejante coyuntura sólo puede traernos mayores desgracias que las que ya vivimos. La guerra en el futuro no será sólo la que sufrimos en nuestro territorio –pues no se ve para cuando podamos regresar a la normalidad- sino también a la que nos arrastrarán los conflictos de los EE. UU. con el resto del mundo.


Las operaciones conjuntas entre las fuerzas armadas de México y EE. UU. y la integración del ejército mexicano a los cascos azules de la ONU son sólo el principio de una estrategia política que, con el pretexto del combate al narcotráfico y el mantenimiento de la paz en el mundo, tiene la intención de incorporarnos militarmente a una guerra perdida de antemano pues el debilitamiento de la hegemonía yanqui en el mundo es un proceso irreversible. Y sin embargo, el presidente mexicano así como los actores políticos institucionales no parecen percatarse de dicha tendencia, ensimismados en las ganancias a corto plazo para, y en consonancia con el eslogan preferido de Peña, mover a México hacia el abismo. 

lunes, 5 de enero de 2015

¿Qué significa Ayotzinapa para Guerrero, México y América?

Ayotzinapa tiene múltiples niveles de significación. Por ahora, y con el objeto de dar respuesta a la pregunta que da título al presente artículo, acá se acota el tratamiento de ese acontecimiento histórico al significado específicamente político en tres escalas geográficas, a saber: el local (Guerrero), el nacional (México) y el continental (América).

Es alentador observar que las acartonadas lecturas academicistas están cada vez más agotadas, y que los diagnósticos o análisis más exactos, teóricamente relevantes, tienen predominio en los foros de información, en los espacios de comunicación ciudadanos, en las multitudinarias protestas, en las redes sociales en Internet. A diferencia de otras ocasiones de tragedia análogas, en esta oportunidad los académicos e intelectuales a sueldo, la prensa oficialista y los medios de comunicación masiva fracasaron en su habitual empeño de imponer la versión falsaria del Estado. Para quien no había reparado, adviértase que este es un signo de debilidad del poder. 

Cabe hacer notar que el tema de la guerra y violencia en América Latina sigue básicamente tres tesituras: uno –acaso la interpretación dominante–, que el conflicto es resultado de una confrontación entre las propias organizaciones criminales o grupos armados irregulares, o bien, entre éstas y el Estado en aras de un control de territorios, rutas comerciales y soberanías; dos, que el escenario belicista está ligado a ciertas estrategias institucionales y políticas de Estado fallidas o accidentadamente aplicadas para el combate al crimen o la droga; y tres –explicación que felizmente gana terreno–, que el desencadenamiento de la violencia no responde a un asunto de traumatismos externos o estrategias institucionales fallidas, sino que es consustancial a la naturaleza militar de las políticas de Estado, a la trama de los procesos e intereses dominantes en América Latina y el hemisferio. La consigna “Ayotzinapa fue el Estado” condensa el sentido de esta lección histórica. 

Esta última interpretación, aunque crecientemente aceptada, aún se encuentra en un estado teórico incipiente, y su alcance en la arena política todavía es restringido. No pocos periodistas avanzan en la documentación empírica de las contradicciones que encierra el presunto antagonismo Estado-crimen. Es probable, y naturalmente deseable, que la fundamentación teórica de este asunto crucial avance con el rigor e insistencia que demanda la emergencia nacional. 

Por ahora sólo cabe rastrear el significado y alcance político de la masacre en Iguala y la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa en el estado de Guerrero. Nótese que Ayotzinapa se aborda acá como un “acontecimiento”, en el sentido histórico del término, es decir, una ruptura con ciertos procedimientos rutinarios, y por consiguiente, un hecho que transgrede sustantivamente la realidad o las realidades que gravitan alrededor de esta fractura histórica. 


Ayotzinapa es la otra historia de Guerrero 

Guerrero es una entidad atravesada por las más agravantes contradicciones. Cerca del 70 por ciento de la población guerrerense vive en situación de pobreza. Las tasas anuales de crecimiento en el estado a menudo están debajo de la media nacional, que para una entidad tan profundamente desigual este estancamiento económico se traduce necesariamente en miseria crónica. Pero Guerrero también es sede de una de las industrias turísticas más prósperas del país, el principal destino de recreación de las clases medias-altas durante la segunda mitad el siglo XX. También es un territorio rico en recursos naturales. El estado está gobernado fácticamente por empresarios del ramo turístico, compañías extractivas foráneas, y poderosos cárteles de la droga. La situación social de Guerrero cambió poco en un siglo. El recrudecimiento de la violencia asociada al narcotráfico y el empoderamiento de las empresas criminales es acaso la novedad más visible. 

Guerrero es un estado con dos historias radicalmente reñidas: por un lado, la historia oficial de los caciques y capitales nacionales e internacionales, los megaproyectos turísticos e incursiones de las mineras canadienses o estadounidenses; y por otro, la historia confidencial, la otra historia, la de la clandestinidad de la resistencia popular, la desobediencia civil, la de la disidencia política reprimida con especial virulencia por el Estado mexicano. Ayotzinapa es una bisagra en el cruce de estas dos historias. 

La toma masiva de ayuntamientos en Guerrero por parte de distintas organizaciones sociales reunidas en la Asamblea Nacional Popular, en clara respuesta a los hechos criminales del 26 de septiembre de 2014, y en radical desconocimiento de los poderes públicos formales, representa el ascenso a la superficie de esa historia oculta, de esa otra realidad, que paradójicamente es la realidad dominante de Guerrero. 

En los cálculos del Estado, Ayotzinapa debía formar parte de la historia no oficial o subterránea. Pero esta siniestra normalidad no prevaleció. Ayotzinapa es la posibilidad de recuperar esa otra historia eclipsada por el bandidaje de los negocios involucrados en territorio guerrerense, y poner esa tradición de resistencia al servicio de las luchas en curso. Con Ayotzinapa, la rica historia de resistencia en Guerrero se eleva a rango de patrimonio de la resistencia global. 


Guerrero es todo el territorio nacional 

Ayotzinapa encendió “la llama de la insurrección”. La crispación social se extendió a toda la geografía nacional. “Todos somos Ayotzinapa”, reza la leyenda. México se miró en un espejo aquel 26 de septiembre de 2014. Tlatlaya y Ayotzinapa pusieron al desnudo la vocación criminal de las fuerzas armadas, y la complicidad de los mandos civiles en la comisión de delitos de lesa humanidad. La actuación de las autoridades públicas se reduce al encubrimiento de las operaciones delictuosas del Ejército y las policías, y al suministro de protección e impunidad para el crimen organizado. Después de Ayotzinapa, el país acabó de cobrar conciencia de una realidad inexpugnable: que el Estado está en guerra contra la población civil, y al servicio del crimen; que Guerrero es todo el territorio nacional, y que el narcoestado es la cifra dominante de ese territorio nacional. 

En relación con ese reconocimiento de maridaje entre el Estado y el crimen, en otra ocasión se dijo: “Es preciso insistir en la especificidad de un narcoestado. En suma, se trata de un Estado que impulsa ciertas políticas (e.g. la guerra contra el narcotráfico) que suministran ex profeso una trama legal e institucional en beneficio irrestricto de los negocios criminales. Es el predominio categórico del binomio criminalidad empresarial-violencia criminal en la trama de relaciones sociales comprendidas en un Estado… en México es virtualmente imposible aspirar a un cargo de elección popular sin el aval y el financiamiento de las organizaciones criminales. Lo cual resulta cierto para todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal. Esto implica que el crimen tenga control de la totalidad de las instituciones de Estado. Por eso se dice que tenemos un narcoestado. Otro ejemplo lapidario es la situación de los ministerios públicos o las instituciones judiciales. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas a manos del crimen, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de delito. Con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, el porcentaje de impunidad oscila entre el 98 y el 100 por ciento. Esto no es un desafío del crimen al Estado: eso es un Estado al servicio del crimen” (http://lavoznet.blogspot.com/2014/12/que-es-un-narcoestado.html). 

La identificación del enemigo en México es una avance mayúsculo. 


Ayotzinapa o la virulencia de Monroe  

La guerra contra el narcotráfico tiene costos humanos inenarrables. A la pregunta de por qué es importante Ayotzinapa para los países al sur de México, la respuesta es casi una obviedad: si Colombia fue un laboratorio de la militarización con base en la narcoguerra, México es la confirmación del terror, la violencia, el pillaje, el ultraje de soberanías, la destrucción de culturas y comunidades que provoca la importación de esas políticas o la incursión gratuita en escenarios belicistas. Ayotzinapa representa el más vivo argumento en contra de la estúpida guerra contra el narcotráfico. Esa guerra es una guerra de ocupación y contra las sociedades domésticas. Ningún interés, proyecto o agenda justifica la instrumentación de la guerra contra las drogas. Tras Ayotzinapa, esta es una enseñanza que América Latina nunca debe olvidar. 

Hacia el norte del país, el significado de Ayotzinapa no es tan distinto. Se expuso en la entrega anterior: “…se puede concluir que la gestión militarizada de los asuntos públicos y el control criminal de las poblaciones, ejes torales del TLCAN-NAFTA, se traducen en terrorismo de Estado. Y que la solución militar a los problemas sociales es terrorismo” (http://lavoznet.blogspot.com/2014/12/terrorismo-de-estado-fase-superior-del.html).


http://www.jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=150104_020440_928